En toda historia de amor se esconde el riesgo del desamor. Amar es exponerse, mostrarse vulnerable y caminar sin garantías. Por eso, muchas personas temen vincularse profundamente: porque saben que todo lo que comienza también puede terminar.
La psicóloga Nadina Camu explica que cuando una relación llega a su fin, comienza un proceso doloroso pero necesario: el duelo. No se trata solo de aceptar la ausencia del otro, sino de reconstruirse emocionalmente. El amor que fue, cuando se transforma en distancia, deja una huella que no se borra fácilmente. Pero quedarse anclado en lo que ya no existe es también una forma de sufrimiento.
“El alma resiste mucho mejor los dolores agudos que la tristeza prolongada”, escribió Rousseau, y esa frase cobra sentido cuando una despedida se posterga más allá de lo saludable. Iniciar el duelo, aún con dolor, permite elaborar, sanar y encontrar alivio. Porque aferrarse a una relación que ya no aporta o daña es una forma silenciosa de maltrato. En cambio, saber soltar a tiempo es elegirnos.
Estudios han demostrado que el dolor emocional activa las mismas zonas del cerebro que el dolor físico. Por eso, el fin de una relación puede sentirse como una herida real. Y a diferencia de la muerte, donde la ausencia es definitiva, en la ruptura amorosa la presencia del otro —aunque distante— puede complejizar aún más el proceso.
El duelo amoroso no tiene tiempos fijos. Cada persona lo atraviesa a su manera, pero siempre es posible superarlo con acompañamiento emocional, tiempo y amor propio. Como afirmaba Freud, el “trabajo de duelo” es una tarea activa, que requiere compromiso con uno mismo: cuidar el cuerpo, atender la mente, evitar pensamientos nocivos y, sobre todo, avanzar.
Porque aunque parezca imposible, un día el dolor cede, la nostalgia se apacigua y el adiós se convierte en aprendizaje. Como cantaba Cerati, “poder decir adiós es crecer”. Y es ahí donde empieza una nueva versión de nosotros, más firme, más libre, más consciente.